No tenía muchas ganas de salir.
Mi traslado a Cádiz durante un mes para la supervisión del final de la obra no era mi destino soñado, pero mi reciente divorcio me urgía a un cambio de aires, y el plus de desplazamiento tampoco estaba tan mal. El vivir en un hotel y la proximidad al mar hicieron el resto.
− Joder que pintas. Así no voy a ligar ni pagando .Me dije mientras observaba mi barba de varios días y mi pelo descuidado. Me urge encontrar una peluquería o si no en la obra pronto no me dejarán pasar del control de accesos.
Conduje mis pasos distraídamente hacia la peluquería que encontré muy cerca del hotel. El ambiente de carnaval llenaba las calles y la música de las chirigotas no paraba de sonar en un soniquete machacón donde sólo se sentía el ritmo pero me hacía imposible adivinar la letra más allá de alguna palabra.
− Cristina!. Atiende tú al caballero que yo estoy con esta permanente.
− Disculpa. ¿Pasas que te lave la cabeza?
Por una parte me jodía que me tutearan de buenas a primeras, pero Cristina parecía salida de un cuento de princesas entre tanta vulgaridad, y por lo tanto, lejos de molestarme, me halagó. De lo contrario me hubiera hecho parecer más mayor pues su aspecto aniñado invitaba a que me hubiera tratado de caballero o de señor, cosa que me hubiera puesto de mala leche toda la tarde. Creo que la crisis de los cuarenta nunca me abandonará.
Su voz era suave y su acento, aunque andaluz, no correspondía al que hablaban en Cádiz. Era más azul, más mediterráneo, más andalusí.
Su figura, menuda pero bien formada, escondía unas formas torneadas , donde no faltaba un gramo ni sobraba un suspiro. No puede dejar de mirar su contoneo mientras me conducía al asiento y ella se dio cuenta por los cristales de la peluquería cómo no paraba de mirarle ese culo tan sugerente y a la vez tan lejano para mí.
Mientras me ponía ese babero gigante y se inclinó para abrochármelo puede intuir que no llevaba bajo la bata nada más que una ropa interior sutil, suave. Quizás de seda.
−¿ Eres de aquí? - Me preguntó con seguridad de que no lo era mientras el champú caía frío sobre mi cabeza y ella se disponía a extenderlo como un bálsamo.
− No. Soy de Alicante. Estoy destinado durante un mes aquí en Cádiz para terminar una obra.
− ¿En Carnavales?. No sabes lo que dices. Aquí la gente no duerme por la noche y no trabaja por el día en carnavales.
Sus manos empezaron a trabajar mi cuero cabelludo con sabiduría, con destreza, masajeándome las sienes, la coronilla, la nuca, el cuello. Me ericé y pensé en el tiempo que hacía que una mujer no me tocaba con esa suavidad. Olía levemente a incienso, pero las lacas y colonias de la pelu disimulaban lo que indudablemente era el perfume de Cristina, dulce como la almendra, sutil como el cianuro.
Me dejé llevar cerrando los ojos y notando como la yema de sus dedos se hincaba levemente en mi piel hasta que sus uñas hacían un contacto más profundo y más placentero.
Su aliento en mi frente me hizo imaginar sus pechos dentro de su bata de peluquera moviéndose libres al compás de su masaje capilar.
Ella debió notar mi placer y creo que durante un momento gemí y posteriormente me quedé como traspuesto, como ido. Había conseguido excitarme.
−¿ No irás a quedarte dormido?. No sería el primero.
Di un pequeño respingo que me sacó momentáneamente de la excitación.
La mezcla de agua caliente primero y después helada, me hizo volver en mí de una manera súbita.
−¿ Y no vas a salir a ver los carnavales? . Pero si aquí la fiesta es en la calle. No hace falta que conozcas a nadie. Pasa que mi jefa te cortará el cabello.
Se alejó meneando su trasero provocativamente dentro de su batita en un contoneo suave pero firme como sus dedos en mis sienes.
De vuelta al hotel no pude parar de pensar en Cristina pues el efecto de su masaje, aún recorría mi nuca con un cosquilleo que me alcanzaba la espalda mientras miraba distraídamente el techo desde la cama. Recordaba su aliento, su figura, sus pechos apenas imaginados, sus dedos, su olor. Me quedé dormido.
Desperté al cabo de un buen rato. Qué solo estaba en la habitación de aquel hotel. Qué pocas ganas tenía de conocer a nadie. Qué solo estaba en la vida.
Seguía sin ganas de salir. No obstante mi nuevo aspecto y la excitación me hicieron brincar de la cama dispuesto a visitar las calles de la ciudad que a esas horas era un hervidero de gente.
Al menos comeré algo por la calle y así me distraigo.
Después de un par de horas de vagar entre ruidos, murgas, chirigotas, vomitones y mares de gente, decidí sentarme a tomar un poco de aire en un banco de la calle mientras pensaba en ir de vuelta al hotel . Deseaba encontrármela pero de repente me pareció imposible.
Súbitamente cruzaron ante mí un grupo de cinco chicas disfrazadas de enfermeras con cofia, medias blancas, enormes jeringas de plástico en las manos y colgados de sus cuellos, lo que parecían goteros que indudablemente contenían un líquido alcohólico con mezcla de cocacola o vino que les daba un aspecto sanguíneo.
− Hola Alicantino ¿te gustan los carnavales?
− ¡Cristina¡. ¿Qué haces así vestida? Acerté a decir mientras que cerré la boca para que mi corazón no saliera palpitando.
− Salgo con mis amigas de la pelu, pero ya me iba. ¿Has podido ver algo?
− Gente y más gente.
− ¿Quieres venir a mi casa?. Vivo aquí al lado y desde el balcón hay una perspectiva interesante. Además si te apetece podemos follar.
Me quedé helado. ¿Tanto se me notaba en la cara? Yo, tan escrupuloso, tan moral, tan necesitado, tan tímido. Evidentemente pensé en salir corriendo y evidentemente al cabo de cinco minutos estaba en su apartamento.
Sonaba Love is all around de Wet Wet Wet
−¿ Vives sola? Acerté a preguntar.
− ¿ Lo dices por la música?. No te preocupes, será mi hermano. No nos molestará, es gay y estará con alguno tomando por el culo.
Joder que tía más directa. Creo que eso es lo que más me excitaba de ella y a la vez me espantaba. No estaba preparado para nada. Hubiera querido desintegrarme pero pensé: ahora, hoy, ahora.
− Así es que quieres joder con una peluquera. Seguro que no lo has hecho nunca y eso te pone como una moto.
− Hmm. No es eso, es que , verás . Acerté a mascullar mientras ella me puso el dedo en los labios .
Me susurró − No te va a ser tan fácil.
Esto me dejó completamente desconcertado.
Ahora es cuando me despierto y estoy en la habitación del hotel.
−No creas que yo me tiro a todo lo que veo. Si quieres hacerlo tendrá que ser aceptando mis condiciones.
−¿ Estoy en condiciones de negociar?
− No.
− Pues entonces acepto. ¿Qué remedio?.
− También puedes irte al hotel y pelártela hasta sangrar.
− No, por favor. Haré lo que me pidas.
− Está bien. El señor empieza a comprender.
Estaba realmente aturdido. Ella era mucho menor que yo. Su cuerpo otra vez adivinado tras su bata de enfermera parecía el de una niña, pero sus ordenes, la seguridad de su voz, la fuerza de sus gestos delataba más fuerza de la que hubiera podido resistir.
Debí palidecer y ella me dijo para tranquilizarme.
− Escucha, no voy a hacerte ningún daño, tranquilo, solo te pondré tres condiciones y a partir de ahí tú decides.
− Está bien, dije sabiendo que no me echaría atrás aunque me pidiera lo más terrible, el miedo y la excitación estaban tan mezclados que no sabía distinguirlos.
− La primera es que a la última palabra que dirás en esta casa será sí o no. Si dices no puedes marcharte, si dices sí, no volverás a abrir la boca hasta que te marches.
Debió sonar tan rotundo el sí en el ambiente como el no en mi cabeza.
− Muy bien. No mes has dicho tu nombre y como no puedes hablar no me lo dirás. Te marcharás de aquí sin que yo lo sepa , y como no puedes pronunciar el mío, no podremos volver a llamarnos nunca más. ¿entendido?
Asentí con la cabeza mirándola fijamente a los ojos.
− La segunda es que no podrás negarte a nada de lo que te mande. No temas, te aseguro que te gustará.
¬− Y la tercera es que te correrás donde y cuando yo quiera.
Tragué saliva y bajé los ojos. Me sentía tan humillado como excitado. Nunca había oído algo así y me gustó tanto como una primera vez.
No hay nada más emocionante en la vida de un hombre que el descubrimiento fortuito de la perversión a la que está destinado, y esta sin duda sería la mía.
Me pasó a un dormitorio junto al salón donde estábamos. La música de la habitación de al lado hacía tiempo que había acabado, si bien no se oía a sus ocupantes.
− Siéntate en la cama. Pero antes desnúdate.
Así lo hice avergonzado por la situación pero seguro de estar a punto de obtener la oleada de placer que mi castigada castidad me hurtaba día tras día.
Mientras me desnudaba ella prendió una docena de varitas de incienso distribuidas por la habitación. Pronto el olor se volvió intenso, clerical.
Sentado al pie de la cama con las rodillas juntas, escondiendo mi sexo avergonzado, ella se puso frente a mi de manera que mis ojos estaban a la altura de su plexo solar.
Empezó a desabotonar su bata de enfermera uno a uno los botones de abajo arriba de manera que al tercero ya pude adivinar que sus medias blancas, imaginadas por mí como unos simples pantys, escondían un liguero que yo solo pensé que existiera en los mostradores de las tiendas de lencería erótica. Cuando me repuse del shock visual reparé que vestía unos calzoncillos masculinos. Eran unos boxers de seda color marfil cuyo tacto imaginé celestial.
− Ahora podrás lamer mi ombligo sin tocarme y solo hasta cuando yo te lo diga. Me acercó su vientre virginal y pude oler otra vez a almendra y cianuro.
Mi lengua se desgranó en un baboseo sorbeteo que tanto provocaba mis glándulas salivares como mi sed. Ella apretó mi cabeza suavemente hasta sentir como penetraba suavemente su orificio umbilical con la punta temblorosa.
− Te gusta ¿verdad?
Estaba helado. Toda la sangre de mi cuerpo acusaba a mi verga que señalaba al techo desperezada de tanta inactividad y húmeda como quedó su ombligo tras mi repaso.
− Túmbate boca arriba con los brazos en cruz.
Mientras tanto ella fue bajando la intensidad de la iluminación y yo fui imaginándome una oleada de placer. Se despojó completamente de su bata y pude observar que también llevaba una camiseta a juego con el boxer de seda marfileña con los tirantes anchos. Se quitó las medias y el liguero y se dirigió resuelta hacia la cama. Mientras venía de frente me dio tiempo a observar que la ropa interior masculina le venía un par de tallas grandes, como si realmente fuera de un hombre . Pude ver sus pechos juveniles, traicionados por unos pezones erectos que dejaban su huella en la camiseta de seda como un molde.
De un brinco se sentó a horcajadas sobre mi estomago y me dijo,
− Cierra los ojos y déjate hacer.
Tal como estaba noté que me estaba atando las muñecas al cabecero de la cama con una gruesa cinta de seda que colgaba de ellos y que yo ni siquiera había percibido.
La sensación de las manos atados volvió a excitarme con una oleada de placer sumiso que jamás había sentido. Volvía la sensación placer miedo. Cerré los ojos y respiré hondo. Lo estaba disfrutando.
− Te he dicho que no tienes nada que temer.
Cuando hubo acabado de ligarme a sus cintas sedosas volvió a saltar de la cama. Esta vez sacó una enorme pluma blanca de marabú de un cajón y empezó a deslizarla por mis gemelos, rodillas, muslos. Bajé la cabeza y disfruté del espectáculo. Cuando la hubo pasado por el glande, un hilillo de baba delató la gran excitación que tenía encima y no pude evitar avergonzarme. Levanté ligeramente las rodillas como queriendo revertir la situación pero eso dejó al descubierto mi zona perineal que ella aprovechó para deleitarse con la pluma. Mientras retorcía la punta en el escroto yo dí un respingo que aún abrió más mis piernas y ella llegó a mi ano mientras el placer me taladraba.
Ella aprovechó la circunstancia para acercar la boca a mi capullo lo cual me hizo detener los movimientos esperando su succión, pero ella se limitó a soplar con una dulzura digna de un ángel. Su brisa lamió todos mis genitales con el deleite que el viento del desierto peina las dunas. Hinché mis pulmones y retuve el aire. Luego exhalé de manera que cada gramo de aire que salía, dejaba espacio a una neurona para que temblara electrizada por el placer.
Recordé que no podía decir nada y un instante antes de que le gritara ¡ Chúpamela por favor! Ella , como adivinándolo me susurró. Así es que quieres que te la chupe ¿no?
Sorpresivamente empezó a sonar la música en la habitación de al lado. Esta vez era calamar cantando …”dicen que tienes veneno en la piel…” y realmente lo tenía.
Antes voy a atarte las piernas no sea que me hagas daño. Ingenuo de mi, me dejé hacer recordando mi voto de silencio y obediencia.
En ese instante reparé en varias cosas a la vez: No había conseguido verla desnuda, ni siquiera me había tocado , solo a través de la pluma y el aliento. Recordé la punta de los dedos en mi cabeza y me preparé para lo mejor.
Una cosita más, me dijo una vez atado en mi cruz de San Andrés. − Ahora taparé tus ojos.
Me aplicó un antifaz y cuando más confiado estaba, lo rodeó de cinta aislante. Volvió el miedo a acelerar mi corazón. Pasó la pluma por mis pezones y dijo
¬− Ahora espera que viene lo mejor.
No podía moverme, no podía ver , estaba asustado, estaba excitado, mi corazón pugnaba con las gotas que exudaba mi sexo reventado por la tensión.
Al cabo de unos segundos que me parecieron eternos retornó a la acción. Esta vez pude notar indudablemente una lengua sobre mis pezones, un mordisqueo sutil pero firme, otra vez se puso el placer al borde del dolor . Gemí y resoplé.
De súbito la lengua se situó en las ingles y en la parte interior de mis muslos, chupeteó las ingles y las mordisqueaba con un punto ideal de dolor agudo como si fueran alfileres al rojo vivo sobre la delicada piel que cubre esa zona.
Por su parte y con habilidad, no había dejado de trabajar mis pezones retorciéndolos con los dedos como si fueran de goma, como indestructibles.
De repente noté como introdujo todo mi falo húmedo y babeante como de caramelo en su boca. De repente su aroma había cambiado, ya no olía a almendras, el incienso se hizo más profundo, como más dulzón.
Sus dedos recorrían mi torso como quien pulsa un teclado, mis genitales estaban moldeados como por un escultor, suave, firme, seguro era su tacto. Su lengua esta vez no paraba: verga, testículos, ingles, muslos, pubis, ingles, falo, glande, testículos, escroto, ano, glúteos.
Perdí la noción del tiempo, todo a mi alrededor eran bocas, manos, y mis gemidos y suspiros.
Al cabo de un buen rato paró el ritmo y sentí como agarraba mi verga apretando con dos dedos la base del capullo mientras volví a sentir el divino soplido. La punta de dos dedos masajeaba la base mientras el aliento fresco acariciaba como las manos de todos los dioses.
Un borbotón, otro borbotón, otro borbotón, un hilillo. Volví a tomar aire profundo sintiendo el orgasmo literalmente hasta los pies. Perdí la sensibilidad desde el ombligo hacia abajo sintiendo una paraplejia por culpa de tanto placer.
De repente un susurro al oído
− Ahora cuenta hasta cien, te limpias, te vistes y te vas como si nada. Adios amor.
Quedé desolado. Pensé que no había podido acariciarla, que mis manos estaban tumefactas de tanta pelea con la cinta de seda. Conté hasta cien.
Cuando abrí la puerta del dormitorio, en el salón estaban dos jovenes cubiertos por toallas de baño y ella reía distraídamente entre ellos con su ropa interior de hombre.
Como conducido por una extraña fuerza atravesé la habitación y abandoné la casa sin oír que hablaban. Las chirigotas sonaban por todos sitios y aún no se como pude llegar al hotel temblando como estaba y con las piernas como si fueran de corcho.